viernes, 1 de octubre de 2010

Pero continuaba firme y sin mover un músculo, mirando hacia adelante, siempre con el fusil al hombro.

Andaríamos concretamente por 1986 en el  día de los Reyes Magos. Mi tío me regaló el cuento con la cinta de cassette. Me quedaba dormida escuchándolo con los walkmans cañeros de la época.

Eran rojos y tenían esa almohadilla que siempre terminaba desgastándose en los auriculares. Me encantaba la voz del narrador de aquel soldadito de plomo y los dibujos de aquel libro. Hasta el formato de la letra me parecía genial.
Y no tuve valor por mucho tiempo de escribir esto porque me invade la nostalgia del cuento y de que mi tío ya no esté.
No éramos muy cercanos pero siempre tenía detalles, que él vería tan sólo como tales, pero que a mi , que sin aires de victimismo me describo como una buena niña pero muy enfermiza y con poca vida social (y mi hermana aun no estaba en proyecto), me brindaba la posibilidad de vivir un cuento, imaginándolo adormecida, y aprendiendo.
No me imagino (pese a cierta  presión social a la que intento hacer caso omiso la la rá ) teniendo niños aun, pero si algún día se da el caso le compraré el libro de El soldadito de plomo y el cd o mp3 o el microchip en el que venga. La desesperanza puede que sea mayor sin una religión, y  la alternativa de creer en otras personas conforme va pasando el tiempo la cosa con suerte si no empeora se mantiene, así que me gusta pensar que llegado el momento dejamos una huella, como los aros de un árbol, en la memoria de los que aun estén.


El soldadito se halló en medio de intensos resplandores. Sintió un calor terrible, aunque no supo si era a causa del fuego o del amor. Había perdido todos sus brillantes colores, sin que nadie pudiese afirmar si a consecuencia del viaje o de sus sufrimientos. Miró a la bailarina, lo miró ella, y el soldadito sintió que se derretía, pero continuó impávido con su fusil al hombro. Se abrió una puerta y la corriente de aire se apoderó de la bailarina, que voló como una sílfide hasta la chimenea y fue a caer junto al soldadito de plomo, donde ardió en una repentina llamarada y desapareció. Poco después el soldadito se acabó de derretir. Cuando a la mañana siguiente la sirvienta removió las cenizas lo encontró en forma de un pequeño corazón de plomo; pero de la bailarina no había quedado sino su lentejuela, y ésta era ahora negra como el carbón.



Hans Christian Andersen

isota

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