Tengo 43 años, y pronto cumpliré 44. A veces pienso en los lugares que hubiera querido conocer, en los paisajes que imaginé caminar, en los rincones del mundo que me habrían emocionado. Y también me doy cuenta de que quizás no los visite. Por muchas razones. Porque la vida se ha vuelto compleja, y a veces frágil. Porque sostener lo cotidiano ya es en sí una travesía inmensa.
Me duele y me avergüenza contarlo. Pero lo cierto es que también he construido un hogar. He acompañado vidas. He sostenido vínculos. Y aunque mis pies no hayan pisado ciertos suelos, una parte de mí sí puede hacerlo. Tal vez un día, cuando ya no esté, sea mi hija quien los recorra, si ella quiere. Y yo estaré en ella. Porque también soy los gestos que dejo, las palabras que cuido, la memoria que siembro.
No sé si estaré físicamente en todos los lugares que soñé, pero sé que algo de mí los alcanzará. Porque formo parte de otros. Porque lo simbólico también viaja. Porque los sueños, a veces, florecen en otros cuerpos. Y eso también puede que sea una forma de llegar.